La vendedora de cerillas
—¡Cerillas! ¡Cerillas! ¡Tengo cerillas! ¡Son de
madera! Nadie prestaba atención a la pequeña vendedora de cerillas. El frío era
tan intenso y la nieve caía con tanta fuerza, que todo el mundo deseaba llegar
a casa para calentarse frente a la estufa y preparar la cena de Nochebuena,
víspera de Navidad. —¡Cerillas! ¡Cerillas! ¡Para encender el árbol! —repetía la
niña, infructuosamente.
Con aquella
vocecilla era imposible que la oyesen. Tendría diez años, llevaba un vestido
demasiado ligero y lleno de remiendos, los lacios y rubios cabellos rodeaban su
pálida y delgada carita y con las manos trataba de sostener el delantal,
formando una bolsa donde llevaba las cerillas.
—¡Dios mío!
—musitaba—. ¡No voy a vender nada! ¡No he logrado vender ni una sola cerilla!
—Miró sus pies, hundidos en la nieve, desnudos y amoratados por el terrible
frío. Los tenía tan helados que apenas los sentía. Perdió una de las viejas
zapatillas que le quedaban al tratar de huir de un carruaje que se le venía
encima. La otra zapatilla se la llevó un niño travieso, diciendo que la pensaba
usar como nido de gorriones. —¡Cerillas! ¡Cerillas! —la voz de la pequeña
vendedora se perdía entre la ventisca, mientras comenzaba a anochecer.
No quería
volver a su buhardilla. ¿Para qué? Allí casi hacía tanto frío como en la calle;
las ventanas estaban rotas y no había leña para la estufa. Además estaría sola.
Sus padres murieron meses atrás y necesitaba vender cerillas para ganar unas
monedas con las que comprar lo más necesario. No, no quería estar sola en
aquella gélida buhardilla. Prefería moverse cerca de la gente que pasaba junto
a ella; aunque no la viesen, aunque no le hiciesen caso, aunque no le comprasen
nada. —¡Son las mejores cerillas! ¡Son de madera! Una cruel ráfaga de
viento hizo tambalear su cuerpecillo y no tuvo más remedio que guarecerse en un
portal, donde había bastante espacio para acurrucarse, aunque ello no la
privaba del frío y los copos de nieve que caían sin cesar.
De pronto,
la niña oyó unas risas y vio la luz que llegaba desde una ventana cercana.
Tiritando y con los pies insensibles, logró ponerse de puntillas y asomar sus
ojos por el alféizar. Lo que vio entonces fue algo maravilloso: dos niños
jugaban alegremente alrededor del árbol de Navidad, mientras su padre echaba
leña a la estufa. La vendedora de cerillas se fijó en esa estufa, chisporroteando
lucecitas al aceptar la leña seca. ¡Cómo le hubiese gustado acercar sus manos a
ella! ¡Se debía estar tan bien en esa casa! ¡Qué felices parecían todos, a
punto de celebrar la Nochebuena!
A lo mejor,
si encendiese una cerilla…», pensó la niña. ¡Sí, por qué no! Al fin y al cabo,
una cerilla de menos no importaría demasiado. Y.tal vez lograse dar algo de
calor a su cuerpo aterido… Así que frotó un fósforo contra la pared. Al
principio le costo mucho lograrlo, ya que sus manos no respondían a las órdenes
que les daba, pero por fin… La llamita de la cerilla despertó reflejos de la
luz en el portal, agrandándose de tamaño a medida que ardía, o al menos, eso le
pareció a la niña. Acercaba sus manos al débil consuelo de calor e imaginaba,
imaginaba… Imaginó, creyó ver que la estufa de aquella casa se le acercaba,
brindándole todo el bienestar que a ella le faltaba ¡ Qué bien! ¡ Qué
calorcito! ¡ Qué…!
La cerilla
se apagó y todo el encanto quedó cortado, para dar paso a la realidad. Y la
realidad era el frío, la nevada, el hambre y la pena que sentía la pobre niña,
acurrucada en el portal, —¡Cerillas! ¿Alguien quiere cerillas? —balbuceó,
aunque estaba segura de que nadie pasaba junto a ella. Recordó esa cerilla que
había encendido y sintió unos terribles deseos de prender fuego a otra. «¡Me
quedan tantas!», pensó.
Le
castañeteaban los dientes cuando aplicó un nuevo fósforo a la rigurosidad de la
pared. Y a la luz de aquella cerilla, los prodigios se multiplicaron. Ahora era
una mesa dispuesta con todas las ricas viandas necesarias para celebrar una
suculenta cena de Nochebuena: pavo asado, patatas rellenas, verduras humeantes,
pastel, frutas…
El pavo se
adelantó al resto de la comida y parecía decir: ¡Cómeme, cómeme! La niña llegó
incluso a percibir el delicioso aroma que despedía el asado. Alzó sus
temblorosas manos y cuando estaba más a punto de tomar aquel manjar… ¡zas, la
cerilla se apagó!
Pero no,
ella no podía dejar pasar tanta maravilla, con el hambre que sentía. Ya no le
importaba que fuese producto de su imaginación; lo único que quería era coger
aquel riquísimo pavo asado… Y encendió otra cerilla. Al resplandor del fósforo,
la visión había cambiado. Esta vez, la niña vio a una familia reunida alrededor
de la mesa, bebiendo, comiendo y entonando villancicos. El padre brindaba por
la felicidad de todos, el abuelo se emocionaba con los cantos de sus nietos y
la madre miraba embelesada a sus hijos.
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La vendedora de cerillas 2
Lágrimas amargas resbalaron por la carita
de la vendedora de cerillas. Hace tiempo, ella también había tenido unos padres
tan buenos como aquéllos; no fueron nunca tan ricos como los de la visión, pero
celebraban la Nochebuena todos juntos. Luego, ellos se fueron y en su casa ya
no hubo más alegría, más calor, más cantos. El chisporroteo final de la cerilla
aumentó la tristeza de la niña. A medida que la noche avanzaba, también se
hacía más crudo e intenso el frío que envolvía la ciudad. Casi sin poder mover
su cuerpo, la cerillerita vio cómo sus fósforos se le escurrían del delantal
hacia el suelo. ¡Ya no le quedaban nada más que esas cerillas! ¡Ellas eran toda
su esperanza!
A
duras penas pudo encender otra, pero el esfuerzo valió la pena. Por un momento,
allá a lo lejos, sobre el oscuro mosaico del cielo nocturno, apareció una
figura que la niña conocía muy bien. —¡Abuela! ¡Es la abuelita! —exclamó. En
efecto, era su abuela, la persona que más la quiso en este mundo, quien
descendía de las nubes, aproximándose a la niña. Llegaba con el semblante feliz
y una aureola dorada rodeaba su cabeza. Tan absorta estaba la pequeña, que no
se dio cuenta de que la cerilla se apagaba. Frenéticamente, cogió el resto de
cerillas y las encendió una a una, hasta formar una pequeña antorcha.
—¡Abuela,
no te vayas! —gemía la niña—. ¡Ven a verme, abuelita! Entre el fulgor de las
llamas, la abuela respondió a la llamada de su nieta. —No te preocupes, mi
pequeña. Ya estoy contigo. —Abuela…, pareces muy feliz… Yo me quedé muy triste,
cuando tú nos dejaste. Abuelita…, estoy sola… La abuela sonreía, suspendida
sobre la cabeza de la niña. A ésta, ya no le importaba ni el frío ni el hambre.
Trataba de incorporarse, pero su cuerpo ya no le respondía. —Ahora vivo en un
lugar donde nunca hay oscuridad, ni es necesario vender cerillas, ni tiene
cabida el temor… —dijo la anciana—. En ese lugar vivimos tus padres, vivo yo,
vivimos todos los que dejamos este mundo. Nunca nos falta de nada; es un lugar
maravilloso. La niña se estremeció.
—¿Y
yo…? ¿Podría ir yo también a ese lugar? —preguntó, sintiendo que se le cerraban
los ojitos llenos de lágrimas—. ¡Déjame ir contigo, abuelita! ¡Déjame
acompañarte, por favor! —¡Nada más fácil! —dijo la anciana—. Basta con que
tiendas tus manos hacia mí… pero date prisa; debes hacerlo antes de que se
apague la lumbre de tus fósforos. —Sí… ya voy abuelita… ya voy… Y la pequeña
vendedora de cerillas realizó un último esfuerzo para tender sus brazos en
dirección a su abuela. Después… después desapareció el frío como por ensalmo.
La niña sintió que ascendía, volaba, se unía a la figura de su abuela, subiendo
hacia las nubes. Poco a poco, las casas de la ciudad se hacían más y más
pequeñas. En algún lejano campanario, sonaron las doce campanadas. Ya era
Navidad.
Cuando despuntó el sol sobre las calles, una pareja de transeúntes descubrió el
cuerpo de la pequeña vendedora de cerillas en el portal, doblada sobre sí
misma, con las manos y la cara bañadas en un tono violáceo, muerta.
—¡Pobrecita! —dijo el hombre—. ¡Ha muerto de frío! —¡Mira —dijo la mujer—, está
rodeada de cerillas quemadas! Por lo visto, quiso calentarse con sus llamitas…
—Lo más curioso es esa sonrisa con que se fue… —advirtió el hombre. ¡Cómo no
iba a sonreír la pobre niña! Estaba viviendo junto a los suyos, sin padecer
ninguno de los sufrimientos que la castigaron mientras estuvo en la Tierra.
Estaba gozando de las cosas buenas y bellas que sólo alcanzan los puros de
espíritu y los que viven ignorados por todos. ¡Era la mejor Navidad de su vida!
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